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¡Malditos profesores!
EMPAR MOLINER 11/06/2007
El miércoles, Ernest Maragall, consejero de Educación de la Generalitat (y
hermano del presidente más irrepetible de la historia de Cataluña), visitó el
programa de radio Minoría absoluta. De entre lo que explicó sobre su
negociado, dos ideas me conmovieron. Contestando a una pregunta sobre el respeto
en clase dijo lo que sigue: "Eso de que 25 o 30 chicos de 12, 13, 14 o 15 años
pensemos que pueden seguir estando una hora seguida quietos y callados en una
aula, escuchando lo que les explica un señor que dice que lo sabe todo, ha
pasado a la historia. Más bien tendríamos que ir aceptando que las cosas no son
así, no tendrían que ser así".
La segunda idea, y que venía a cuento de la
primera, fue la que sigue. Dijo: "En algunas ocasiones -por ejemplo, en
'tecnologías de la información'- no es tan extraño que los chicos que hay en un
aula (de estas edades) sepan más que su profesor. Pues yo creo que una parte de
la pérdida de respeto y de la autoridad proviene de esto. De este tipo de
desequilibrios".
Alguien podría comparar a Ernest Maragall con Aristóteles, que argumentaba
que los hombres tenían más dientes que las mujeres, pero, simplemente, no le
abrió la boca a nadie para echar cuentas.
Sin embargo, no es el caso. Maragall
tiene toda la razón del mundo. Las clases magistrales son un rollazo que
nuestros adolescentes no deben sufrir. A ver si la Revolución Francesa no podría
explicarse de manera amena con una Barbie (a la que le habríamos guillotinado la
cabeza en el taller de plástica) y un Mádelman (al que, entre todos y todas,
habríamos disfrazado de Robespierre).
Sería muy excéntrico pretender que 30
alumnos se pasasen una hora (¡una hora entera!) escuchando en silencio y sin
moverse las explicaciones de un señor que, encima, "dice que lo sabe todo". Yo
recuerdo que en mi denunciable vida escolar fui obligada a hacer este horrible
sacrificio, con el añadido insoportable de... ¡tener que levantar la mano para
hablar! Así estoy de traumatizada. Y eso que mis profesores no eran como los que
frecuenta Ernest Maragall. Nunca dijeron que lo sabían todo, al contrario.
(¡Pero seguro que lo pensaban!).
Por tanto, cuando un profesor, por ejemplo, explique en clase el Holocausto y
la lección no resulte lo bastante dinámica, es normal que los 30 alumnos charlen
de sus cosas o se echen a dormir entre los pupitres. Y sí. Es cierto que algunos
de estos profesores salen de clase llorando. Pero lloran de emoción. La emoción
de saber que con su sacrificio forjan el futuro de sus pupilos.
Cuando éstos
cumplan 18 años, ya estarán entrenados para trabajar de tertulianos en programas
como Paranoia nacional o Ana Rosa, donde el más analfabeto y el
que más vocifera e interrumpe es el que recibe más aplausos. Eso sí, también es
verdad que si estos chicos quieren dedicarse a otros trabajos se sentirán un
poco inadaptados. Es decir, si el día de mañana son profesores y tienen una
reunión con Ernest Maragall, les parecerá raro escuchar durante una hora sus
explicaciones sin cuchichear entre ellos. Y les costará no tirarle bolitas de
papel o, en definitiva, no decir "¡jooope!" cuando él les intervenga el móvil.
En cuanto a lo de las causas de la falta de autoridad, pues también le doy la
razón.
Si un profesor sabe menos que un adolescente, es normal que éste le falte
al respeto. Eso explica que algunos preclaros muchachos también sean
irrespetuosos con sus iletrados padres, sus analfabetos abuelos o sus criadas
filipinas. Ahora bien, aunque a Ernest Maragall y a mí nos cueste creerlo,
algunos maestros derrotistas juran que la falta de respeto no sólo se da en la
clase de tecnología de la información. Sostienen que también se da en las clases
de matemáticas, física, inglés...
¿Será que los alumnos también saben más de
estas materias que sus profesores?
Si es así, los muchachos disimulan como
bellacos hasta el punto de suspender a propósito. Yo creo que no. Que aunque nos
duela, habrá que aceptar que unos pocos profesores (no todos) tienen más
competencia en algunas materias que sus alumnos. Claro que, entonces, ¿hay que
suponer que en las clases de física, inglés o literatura no hay falta de
respeto? Pues sí. Exacto. Allí reina un obsoleto orden y un anticuado silencio.
Me van comprendiendo, ¿no? Todos lo sospechábamos.
Los profesores que se quejan
de la falta de respeto en las clases de matemáticas, lengua o tecnología se lo
están inventando para poder pedirse un baja por depresión. Ja. ¡Y encima tienen
tres meses de vacaciones...! Y luego se enfadan porque algunos padres
preocupados por la educación de sus retoños les esperan a la salida del colegio
para partirles la cara. |
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Alguien podría comparar a Ernest Maragall con Aristóteles, que argumentaba
que los hombres tenían más dientes que las mujeres, pero, simplemente, no le
abrió la boca a nadie para echar cuentas.
Sin embargo, no es el caso. Maragall
tiene toda la razón del mundo. Las clases magistrales son un rollazo que
nuestros adolescentes no deben sufrir. A ver si la Revolución Francesa no podría
explicarse de manera amena con una Barbie (a la que le habríamos guillotinado la
cabeza en el taller de plástica) y un Mádelman (al que, entre todos y todas,
habríamos disfrazado de Robespierre).
Sería muy excéntrico pretender que 30
alumnos se pasasen una hora (¡una hora entera!) escuchando en silencio y sin
moverse las explicaciones de un señor que, encima, "dice que lo sabe todo". Yo
recuerdo que en mi denunciable vida escolar fui obligada a hacer este horrible
sacrificio, con el añadido insoportable de... ¡tener que levantar la mano para
hablar! Así estoy de traumatizada. Y eso que mis profesores no eran como los que
frecuenta Ernest Maragall. Nunca dijeron que lo sabían todo, al contrario.
(¡Pero seguro que lo pensaban!).
Por tanto, cuando un profesor, por ejemplo, explique en clase el Holocausto y
la lección no resulte lo bastante dinámica, es normal que los 30 alumnos charlen
de sus cosas o se echen a dormir entre los pupitres. Y sí. Es cierto que algunos
de estos profesores salen de clase llorando. Pero lloran de emoción. La emoción
de saber que con su sacrificio forjan el futuro de sus pupilos.
Cuando éstos
cumplan 18 años, ya estarán entrenados para trabajar de tertulianos en programas
como Paranoia nacional o Ana Rosa, donde el más analfabeto y el
que más vocifera e interrumpe es el que recibe más aplausos. Eso sí, también es
verdad que si estos chicos quieren dedicarse a otros trabajos se sentirán un
poco inadaptados. Es decir, si el día de mañana son profesores y tienen una
reunión con Ernest Maragall, les parecerá raro escuchar durante una hora sus
explicaciones sin cuchichear entre ellos. Y les costará no tirarle bolitas de
papel o, en definitiva, no decir "¡jooope!" cuando él les intervenga el móvil.
En cuanto a lo de las causas de la falta de autoridad, pues también le doy la
razón.
Si un profesor sabe menos que un adolescente, es normal que éste le falte
al respeto. Eso explica que algunos preclaros muchachos también sean
irrespetuosos con sus iletrados padres, sus analfabetos abuelos o sus criadas
filipinas. Ahora bien, aunque a Ernest Maragall y a mí nos cueste creerlo,
algunos maestros derrotistas juran que la falta de respeto no sólo se da en la
clase de tecnología de la información. Sostienen que también se da en las clases
de matemáticas, física, inglés...
¿Será que los alumnos también saben más de
estas materias que sus profesores?
Si es así, los muchachos disimulan como
bellacos hasta el punto de suspender a propósito. Yo creo que no. Que aunque nos
duela, habrá que aceptar que unos pocos profesores (no todos) tienen más
competencia en algunas materias que sus alumnos.
Claro que, entonces, ¿hay que
suponer que en las clases de física, inglés o literatura no hay falta de
respeto? Pues sí. Exacto. Allí reina un obsoleto orden y un anticuado silencio.
Me van comprendiendo, ¿no? Todos lo sospechábamos.
Los profesores que se quejan
de la falta de respeto en las clases de matemáticas, lengua o tecnología se lo
están inventando para poder pedirse un baja por depresión. Ja. ¡Y encima tienen
tres meses de vacaciones...! Y luego se enfadan porque algunos padres
preocupados por la educación de sus retoños les esperan a la salida del colegio
para partirles la cara.