Peor que cárceles.

Uno de los falsos tópicos de la docencia, no universitaria, que se dedican a vender por todos lados quienes viven de la sangre de los opositores, es que el trabajo, "es un chollo", y que las condiciones en que se realizan son  "de lo mejor". Nada más lejos de la realidad.  Los centros parecen haber sido diseñados para castigar a quienes pasan la mayor parte de su tiempo en ellos, sean alumnos o profesores.

Centros e instalaciones con un nulo diseño ergonómico, profesores y alumnos que se asan en verano y que tienen que trabajar con guantes y bufandas en invierno, condiciones acústicas deplorables, que obligan a intentar dar clase oyendo lo  que está ocurriendo en el aula de al lado, lo cual obliga a forzar la voz para que mis alumnos me oiga mejor  que a mi compañero de otra aula, por no decir unas condiciones de reverberación que hace imposible entenderse cuando varios alumnos hablan al mismo tiempo, cosa que suele ocurrir casi siempre.  Centros que parecen haber sido diseñados siguiendo el manual  del síndrome del edificio enfermo..

Desde este punto de vista es interesante oír el punto de vista de un padre, que ha tenido que sufrir esas condiciones durante unos pocos minutos, en un único día. 

En ese contexto  reproducimos el artículo  "Peor que cárceles"  de Ángel García Pintado, publicado en el diario La Verdad de Murcia.


 

 

"Peor que cárceles".   Angel García Pintado
En ocasiones somos requeridos por los tutores pedagógicos de nuestros hijos por motivos diversos, y ello nos permite penetrar en ese ámbito en el que se desarrolla la mitad de la vida de nuestros vástagos durante su etapa de crecimiento físico y mental.
Hay progenitores que apenas frecuentan tales lugares y otros que nunca los pisaron.
Estos no podrán entender hasta qué punto una arquitectura hostil genera malestar en el individuo, al punto de llegar a producirle daños irreversibles.
Ese modelo arquitectónico de nuestros colegios e institutos públicos y, porqué no, también de no pocos de los privados o de pago, parece haber sido diseñado aposta para hacer sentir desde pequeños que la existencia no sólo es dura, también es fea y ruidosa.
Sus paredes de ladrillo visto sin protección contra el ruido, ni contra el frío o el calor, sus pasillos, sus escaleras, sus rejas, sus verjas, el piso de cemento de los patios, la dura tierra del campo de deporte Todo ello nos remite de forma inevitable al paisaje carcelario.
Ese fragor ensordecedor de voces confundidas que recorre los pasillos es una melodía destemplada inconfundible, que hemos escuchado los que alguna vez fuimos huéspedes o visitantes de cualquier prisión. De cualquier prisión construida en el viejo régimen, se entiende, pues en las de moderna factura el arquitecto parece haber mostrado su rostro más benévolo, más compasivo.

Acaso la metáfora de la arquitectura de la enseñanza asociada con la del presidio sea fácil, por recurrente. Acaso estemos incurriendo con tal parangón en tópico garbancero. También los que penan entre los muros impenetrables se nos dice que están allí para redimirse mediante el estudio y el trabajo. De ese amor y pedagogía se nos ha hablado hasta la saciedad; se nos sigue hablando.
Amor y pedagogía, dos palabras que tendrían que figurar en el frontispicio de estas otras prisiones en las que cada mañana depositamos a nuestros hijos o nietos, o a las que acuden ya puntualmente por sus propios pies y, presuntamente, también por propia voluntad.

Se nos dijo hace mucho que la letra con sangre entraba. El aserto fue luego desmentido y arrojado al desván de los malos recuerdos. Pero lo cierto es que alguien sigue empeñado hipócritamente en meternos la letra por donde nos quepa, con métodos presumiblemente democráticos. Al margen de ese baile de planes de estudio -que los de mi generación también tuvimos que soportar-, no es menos cierto que los educadores no saben qué hacer con los educandos y que esa hostilidad arquitectónica tan contundentemente manifestada simboliza un estado de incomprensión y de vasos no-comunicantes.

Intentábamos iniciar el diálogo con la tutora de nuestro hijo y, después de cerrar la puerta de un somero y vulnerable despacho, el guirigay procedente del pasillo -guirigay lógico y normal en una comunidad ruidosa con ansias liberadoras, pero amplificado por la pésima naturaleza de los materiales y del diseño alevoso perpetrado con obvia premeditación-, continuaba interponiéndose entre nosotros.
Hube de reconocer el sacrificio añadido de unas vidas -las de los educadores, por obtusos y cortitos que estos sean-, dignas de admiración siempre pese a sus errores, pero sin dejar de reconocer también el sacrificio añadido de las vidas de aprendizaje de nuestros vástagos.
No había manera (fonética) de entenderse con aquella tutora (con otra daría igual), y deduje en voz alta que en nada me extrañaba nuestro fracaso escolar, a cuya europea cabeza figuramos, considerando que dicho fracaso se viene manufacturando cotidianamente en esas penosas fábricas y en las condiciones más inadecuadas, facedoras más de sorderas y de neurosis que de alumnos aventajados con aspiración a un porvenir menos incierto.
Artículo publicado en el diario La Verdad de Murcia.
[ <-- ]
VOLVER